Don Espíndola y La Guata en las sabanas de Mata de Palma. Foto: Natalia Roa |
El primer Hato que conocí del núcleo de reservas de “El Encanto de
Guanapalo” fue Mata de Palma. Recuerdo que lo primero que hicimos al llegar a
la casa del Hato fue acercarnos a la cocina a tomar “preparada”, así le llaman
a una bebida que hacen con limón y panela. La panela es un
tipo de azúcar considerado como el más puro, es natural y se
hace de forma artesanal ya que no se refina, se elabora directamente a partir
del jugo extraído de la caña de azúcar y es muy
usado en Colombia; la cocina del hato es preciosa y queda separada de la casa
hacia el lado izquierdo con vistas a la cañada donde están los chigüiros. El
techo de la cocina se comparte con una mesa de comedor muy amplia de madera, la
tasajera que es la estructura de madera en donde secan la carne se encuentra en
uno de los costados de la cocina compartiendo el espacio con algunas gallinas,
patos, algún que otro chulo (ave carroñera), chiriguares y carracos (aves carnívoras
oportunistas) que vigilan con sigilo la tasajera aprovechando alguna
oportunidad de descuido para robarse la carne que secan.
Tasajera típica llanera. Foto: Lucía Córdoba Prieto |
La tasajera es una herramienta que históricamente hace parte de las casas
de los hatos, ya que, al no contar con luz ni frigoríficos para mantener la
carne, ésta se debía secar al sol; aunque ya algunos hatos cuentan con energía
y frigoríficos la tasajera siempre estará ahí al igual que la tinaja, que es la
vasija grande de barro que se llena de agua fresca para el consumo de todo el
que llegue sediento luego de una larga travesía por la sabana. Tradicionalmente
en cada entrada de los hatos se encuentra una tinaja para recibir al visitante
con agua fresca y en la cocina o comedor para los trabajadores, el barro con el
que están hechas es un excelente aislante térmico por eso el agua se mantiene
fresca durante el día. En el caso de Mata de Palma ésta se encuentra a uno de
los lados de la mesa del comedor.
Frente a la cocina queda un pequeño campo abierto con un árbol de mango centenario
que se encuentra justo en la mitad brindando sombrío en los días de fuerte sol,
en esos días soleados y con poco viento la mesa de madera se traslada bajo el árbol
haciendo de las comidas un momento muy especial y un tanto peligroso cuando el árbol
está cargado de mangos.
Tinaja con agua fresca, Foto: Lucía Córdoba |
En la parte trasera de la cocina queda un pequeño bosque de árboles nativos
que comunica la casa con la sabana abierta y el ganado que comparte el forraje
y el agua con los chigüiros. Tal vez Mata de Palma es el lugar con más chigüiros
que he visto en la vida, cientos y cientos de estos roedores gigantes se pasean
libres por toda la extensión de llano que tienen los 3 hatos del Encanto de
Guanapalo y es tal vez el paisaje más característico de Mata de Palma, cada vez
que la recuerdo viene a mi mente la imagen de esa cañada llena de chigüiros.
En ese Hato y en esa cocina conocí a ese llanero de sonrisa eterna, la
primera vez que nos presentamos estuvo muy tímido y con la cabeza agachada, me
presenté diciéndole mi nombre, él tomó mi mano y me saludo respetuosamente y sin
mirarme a los ojos me dijo: “Mucho gusto doctora, mi nombre es Espíndola”. Con
la llegada del petróleo y el arroz a la sabana, llegaron consigo muchos guates
o foráneos principalmente ingenieros, así que los trabajadores del llano a todo
guate o guata que conocían le decían doctor/a ó Ingeniero/a y por más que se les
pedía el favor de llamarlo a uno por el nombre, seguían llamándolo a uno de esa
manera, como era mi caso que me llamaban doctora.
Don Espíndola y La Guata. Foto: Natalia Roa |
Don Espíndola después de su presentación siguió su camino acompañado de dos
perros (siempre estaban con él), tomó una taza, abrió la tinaja y tomó agua, era
la primera vez que yo veía una tinaja y quedé sorprendida, no sabía que estaba
haciendo, ni que sacaba de allí y mucho menos que era lo que tomaba, imaginé
que era guarapo o algún bebedizo de esos raros que toman en el llano o que le
decían a uno que tomaban por allá, así que le pregunté con voz curiosa y
sorprendida ¿qué es lo que toma?, me respondió: “agua fresca pero es para los
trabajadores, para usted doctora pida agua fría o preparada de la nevera”, pero
yo le respondí: “no, no, no, yo quiero tomar de esa agua”, y le pregunté: “¿esa
vasija cómo se llama?” y fue así que me miró por primera vez a los ojos, con
una mirada sorprendida con un toque de burla, me pregunto qué de donde era yo,
le respondí que de Bogotá y se sonrió, como diciéndose a sí mismo “esta es
mucha guata” lo que quiere decir que él estaba pensando que yo era muy citadina
y que no tenía idea del llano; era así, él estaba en lo cierto, no conocía
mucho sobre su cultura, sus costumbres, sus refranes, dichos, palabras, mitos, …
nada en realidad y se lo dije después de ver su mirada “…soy de Bogotá y en una
ciudad de esas no hay vacas, ni chigüiros, ni tinajas, sólo trancones, paredes,
concreto, contaminación y gente amargada…”
tomé una taza, abrí la tinaja, me serví agua y lo acompañé mientras elogiaba
la fortuna que él tenía de vivir en ese lugar, le pregunté por su vida en el
llano y desde ese momento no dejó de hablar, me contó cómo era un día de él en
la sabana, el trabajo que realizaba y las noches de cantos e historias que compartía
con sus compañeros de trabajo, su cabeza se levantó, su mirada fija siempre al
frente de la mía y sus palabras acompañadas de una gran sonrisa, nos
interrumpieron y tuvimos que separarnos, cada uno a lo suyo, el con sus perros a trabajar llano y yo a
reconocer el predio.
Carracas de marrano de monte en los broches de un Hato. Foto: Lucía Córdoba |
Estando en el reconocimiento caminando por la sabana encontré una carabera
de un toro muerto con los cuernos en perfecto estado, la recogí y aunque olía
un poco mal, me la llevé para limpiarla y arreglarla, no sé por qué me gustan
los cráneos de los animales y los cuernos del ganado, esos cráneos que el
inclemente verano suele dejar naturalmente sobre los pastos y que son un tesoro
invaluable para esta Guata, tienen un encanto particular para mí al igual que
las plumas de las aves, encontrármelos en la sabana era todo un regalo de la
vida, así que de regreso a la casa volví a encontrarme con don Espíndola que me
miró con cara de terror y asombro, me preguntó: “¿Qué hace con eso tan feo?” le expliqué que me gustaban y que quería tener
algunos en casa, así como ellos adornan los broches de los potreros con las
carracas de los marranos de monte y chacharos que cazan para comer o los
cuernos que cuelgan en las paredes para colgar los sombreros.
Don Espíndola, sus perros y La Guata. Foto: Natalia Roa |
Desde ese día cada vez que llegaba al hato iba directo a la cocina,
preguntaba por don Espíndola, lo llamaban y él llegaba en compañía de sus
perros a saludarme, siempre con una gran sonrisa, nunca lo vi sin ella en el
rostro era como una sonrisa eterna; cada uno cogía su taza y tomábamos agua de
la tinaja, seguido de un café cerrero bien caliente, él me contaba de sus
travesías en la sabana y al finalizar me daba un regalo, siempre me tenía un
guardado en la tasajera, alguna pluma o una calavera de algún animal que se
encontraba en la sabana y conservaba para mí.
Don Espíndola y La Guata. Foto Natalia Roa |
Como él sabía que yo trabajaba con la protección de animales y me veía
tomando fotos entre la sabana, le pareció una gran idea coger una boa
constrictor que se encontró, la metió dentro de un barril de plástico, cuando
me vio llegar se acercó afanado y sonriente, me dijo: “le tengo algo que seguro
una guata como usted nunca ha visto tan cerca, pero no se vaya a asustar que
ella no hace nada, vamos a liberarla en la cañada”, entonces fuimos a la orilla
del agua, abrió el barril y la sacó con mucho cuidado, era grande como de 3 metros,
gruesa y con unas escamas de colores perfectos, un animal realmente hermoso. Mientras
me mostraba la boa me contó cada detalle de su encuentro con ella, cómo y dónde
la encontró, me dijo que estaba llena de garrapatas y que antes de liberarla la
íbamos a limpiar, así que empezó la agarró fuerte y me pidió que le arrancara esos
animales mientras él la sostenía. Una a una se las quitamos de encima y nos
despedimos de ella dejándola libre en la cañada, al soltarla me dijo que las
boas eran muy importantes para los caños, ríos o quebradas ya que donde vivía una
de ellas jamás se secaría el agua, “es el bicho que cuida el agua”, comentó.
Cráneo de Caimán llanero. Foto: Lucía Córdoba |
Gracias a Don Espíndola conocí la sabana a través de sus historias, aprendí sobre sus creencias y tengo una colección de cráneos de animales fantásticos, tengo de babilla, zaino, ave, venado, chulo, caparazones de tortugas y hasta uñas de osos palmeros.
El día que nos despedimos nos dimos un fuerte abrazo, él quedó con el
compromiso de cuidar de mi caballo Tucusito, que es como llaman los llaneros a
los colibríes. A Tucusito me lo regalaron en el hato y confío y espero en que hoy
estará corriendo libre por toda esa sabana. Además, Espínola quedó también con
una foto de los dos, y yo con todos estos recuerdos que hoy guardo en el corazón.
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